Había bajado del tren San Martín en la estación de San Miguel antes del mediodía. Crucé la calle para ir a tomar el bondi, pero me quedé parado para que pasasen los trenes en ambas direcciones. Me prendí un pucho y miré en la máquina que venía de José C. Paz camino a Retiro como un grupo de hinchas de River cantaba sacado en el furgón algún tipo de boludés clásica antes de un partido.
Me tildé un poco hasta que sentí una sombra movediza detrás de mí, proveniente de la Vieja Estación; un grupo de 20 buitres azules y amarillos se acercaban, entre saltimbanquis y cocoritos, cargados de piedras y no dudaron en comenzar a tirarlas también entonando su grito de guerra que quería dejar en claro que ellos eran los más porongas de los porongas. Traté de cruzar el paso a nivel pero el tren, no sé porqué mierda, se había detenido en el medio de la Balbín, dejando como única posibilidad retroceder y pasar entre los fraternales bosteros. La chapa del tren resonaba hueca, las personas bajaban las ventanas asustadas y desaparecían del cuadro, las pensé agachándose y tomándose la cabeza. Un pibe de 12, de esos pibes que van al colegio y nada tienen que ver con los estereotipos, juntaba cascotes y los acunaba como un bebé mientras, quien supongo, era el padre las tomaba y gritaba "putoooos, putoooos"; otro a un costado también puteaba porque se había dado cuenta que al cascotear se le había caído la mayor parte del vinito que llevaba en una botella de plástico cortada al medio. Una mina arengaba "vamos a buscarlos" y otro ondeaba una bandera, conquistador de lo efímero, contorneando el otro brazo en un viaje al éxtasis.
Los que ya habían escapado se mantenían a distancia, observando; madres con sus guachos y adolescente granudos, peinados a la gomina, vendedores que vendían y esa vibración que se produce tras el rugido, y todo es un grito repentino y silencio.
El tren arrancó y se metió en la estación, pensé que eran unos limados de mierda, pero no del tipo que conocía, pegué una pitada y me crucé entre el tumulto que comenzaba a disolverse hasta la del 269.
jueves, 25 de marzo de 2010
lunes, 22 de marzo de 2010
Jugueteos en Cachi
Marilusa caminaba adelante junto a la perra que, si bien cambia de raza, siempre nos sigue a todos lados, no importa la latitud que marque el mapa.
Los pimientos al sol salteño se secaban como pasas de uvas de efectos sicodélicos, caminos rojizos iluminando el verde y el ocre.
Alguna llama intentaba saltar los alambrados o tomaban agua de los mínimos canales que al costado del camino aseguraban los cultivos. No sé si caminamos por dos o tres horas hasta que un suizo nos levantó en su camioneta ricachona.
El pueblo estaba quieto a la hora de la siesta, un par de turistas extranjeros tomaban jugo de naranja frente a la plaza. Yo saqué unas galletitas del bolsillo casi hechas polvo y me las llevé a la boca cuando vi a dos nenes semi desnudos sobre uno de los bancos. El pibito se tiraba arriba de la ¿hermana? y la trataba de agarrar de la cintura, la acercaba, se acomodaba y ella se volvía a zafar, una y otra vez, maquinalmente en celo, hasta que ella le pegó un cachetazo. El reflexionó un segundo, miró hacia el otro lado y volvió a abalanzarse sobre ella.
El pueblo estaba quieto a la hora de la siesta, un par de turistas extranjeros tomaban jugo de naranja frente a la plaza. Yo saqué unas galletitas del bolsillo casi hechas polvo y me las llevé a la boca cuando vi a dos nenes semi desnudos sobre uno de los bancos. El pibito se tiraba arriba de la ¿hermana? y la trataba de agarrar de la cintura, la acercaba, se acomodaba y ella se volvía a zafar, una y otra vez, maquinalmente en celo, hasta que ella le pegó un cachetazo. El reflexionó un segundo, miró hacia el otro lado y volvió a abalanzarse sobre ella.
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